En el post anterior nos quedamos con el apartado de refrigeración. Vamos con ello.
El sistema de almacenamiento debe refrigerarse porque, al cargarse y descargarse la batería se calienta, y si se calienta demasiado se degrada más de lo normal, llegando al punto de ser incluso peligroso. Hay dos tipos de refrigeración: activa y pasiva.
La
refrigeración
pasiva
no es más que una forma bonita de decir que el sistema carece de
refrigeración alguna aparte del aire que, con la conducción, pasa
por la batería.
La refrigeración
activa,
sin embargo, sí que es un sistema de refrigeración hidráulica
bastante efectiva que posibilita, por ejemplo, poder cargar el coche
a potencias más altas.
La
energía se tiene que almacenar en corriente continua, por lo que el
coche trae un trasformador tanto para poder alimentar el motor como
para poder cargarlo.
De este transformador dependerá la
potencia máxima a la que podremos cargar el coche con corriente
alterna. La carga rápida funciona directamente con corriente
continua, al no tener que transformarla, se puede alcanzar potencias
muy altas. Profundizaremos en este tema más adelante, en el apartado
carga
y conectores.
El consumo de un vehículo eléctrico por autovía a 120 km/h suele rondar los 20 kWh cada 100 kilómetros. Por supuesto es una media: el Hyundai Kona o el Tesla Model 3 se pueden situar en torno a los 15 kwh mientras que del Audi E-Tron mejor ni hablar (sobrepasa fácilmente los 25 kWh). Dependiendo del coche que sea y del tamaño de la batería, podemos hablar de unas autonomías en carretera de 320 km del Nissan Leaf (con batería de 60 kWh) hasta los 500 km que presenta el Tesla Model 3 Long Range (con 75 kWh de batería)
Cuanto menos consuma el coche (y esto tendrá que ver con su software, peso y aerodinámica) más autonomía tendremos. Se han llegado a dar casos de coches que aumentan (e incluso disminuyen) su autonomía total después de una actualización de software.
El último apartado, carga y conectores, lo veremos en la tercera parte.
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