Cuando se es un programador freelance neófito también se tiende a ser un poco ingenuo. Y el mundo empresarial es un lugar hostil, plagado de carroñeros oportunistas dispuestos a aprovecharse de cualquier resquicio de honestidad. Ésto no quiere decir que por tal de sobrevivir debamos vender nuestra alma al diablo, ni mucho menos. Pero sí se deben extremar las precacuciones, especialmente cuando llega el momento de firmar un contrato.
Imagina que vas a diseñar y programar una aplicación, un servicio web o una base de datos. ¿Qué cláusulas van a gobernar vuestro acuerdo? El cliente suele tenerlo bastante claro: quiere todas las garantías a corto, medio y largo plazo. Hasta aquí bien, es de pleno derecho que uno quiera asegurarse de que compra algo que funciona. El problema viene cuando no se saben definir correctamente los límites de este derecho: por ejemplo, el cliente puede pretender exigirnos asistencia técnica de por vida para su nuevo software – sí, estas cosas pasan -, o puede pretender que seamos nosotros mismos quienes se lo gestionemos a «nivel usuario».
Hay que ser muy estúpido o estar muy desesperado para aceptar algo así. Pero claro, uno es un novato y lanzalibre: corren malos tiempos, no tenemos un sueldo a fin de mes, ni una cantidad fija de ingresos. Habrá que comer y pagar la Seguridad Social, ¿no? En un momento de desesperación podemos cometer el error de aceptar las condiciones que un cliente deshonesto nos exije.
Pan para hoy, malos ratos para mañana
«Total, seguro que todo va bien, no creo que luego haya problemas«, puedes querer pensar con la osadía del principiante. ¡Ah, juventud! Divino tesoro… Antes de empezar ya has omitido la Ley de Murphy y algunos de sus corolarios:
- Siempre hay problemas a posteriori, por pequeños e insignificantes que sean.
- Puede que tu aplicación sea perfecta, pero el usuario nunca lo es. Al fin y al cabo estás programando para humanos, ¿no?
- Todo fluye, nada permanece. Y los lenguajes de programación, sus estándares y sus librerías ¡menos aún! Lo primero lo decía Heráclito, pero lo segundo es de sentido común.
- El cliente ha pagado y por tanto siempre tiene la razón. Incluso cuando no la tiene. El empresario va a querer exprimir al máximo la inversión que ha hecho, a tu costa claro. Dado que él tiene razón y tú no, sólo una barrera se interpone entre él y tu libertad: el contrato.
Si olvidas estas máximas a la hora de redactar tus condiciones, corres el gran peligro de someterte a una esclavitud consentida y perfectamente legal. Lo que se dice pan para hoy, y muchos malos ratos para mañana.
Detalles más específicos para evitar estas dolorosas situaciones en la siguiente entrega. ¿Habéis sufrido experiencias similares en vuestros comienzos?
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